Enrique
fue un muchacho que nació con un retraso mental, en su cabeza
siempre ha estado la dulzura. Pero como era “tonto” siempre se le
destino a tareas manuales, desarrollando un cuerpo fuerte pero lleno
de ternura.
Cuando
vino al mundo su madre tenía bastantes años, con lo cual fue
relegado a instituciones que se hicieran cargo de su “educación”.
Sus familiares cercanos se fueron alejando de él, a nadie le
interesa tener cerca a una carga.
Pero
su madre tenía una herencia, que lego a una sobrina con el encargo
de atendenderle. La herencia fue convertida en dinero, pero Enrique
siguió en las instituciones psiquiátricas, donde no sabían donde
darle ubicación. Las labores que le dieron fue el trabajo bruto de
una huerta, donde se le exprimía al máximo.
Su
espalda se resentía, además del padecimiento de fiebres reumáticas,
que al contacto con el agua agudizaba su salud. Haciéndole llevar
una vida calamitosa, pero total, era una herramienta más, solo. El
paso de los años le llevo a un centro de acogida, donde se le
facilitaba la comida y la estancia. Una pequeña pensión estatal que
le permitía salir a la ciudad y poder pasear por ella, pero sin
amigos, sin familia, restringía sus salidas.
El
paso de los años, en una salud frágil, pero fuerte a la vez, le
llego a alcanzar la cifra de ochenta años. Sus lagrimas se escapaban
muchas veces pero nadie las quería ver. Por ello caían en un
pañuelo, mil veces utilizado y otras tantas doblado. Hasta cuando
lavaban su pantalón iban dentro de él.
Podía
hablar con fluidez pero sin control, creando frases inconexas. Pero
cuando quería aprendía un recorrido por la red de metro con sus
trasbordos correspondientes, llegando a su destino fácilmente.
Una
mañana una neumonía dejó sus lagrimas secas.
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