Juan
y Julia viven en un tercer piso de una torre de diez plantas. La
construcción no es muy buena y las paredes son caja de resonancia de
lo que viven los vecinos. Junto al fregadero hay una estantería
donde descansa un bote de mermelada con una recreación de hongos. El
sol de la tarde que entra sesgado por la tarde lo ilumina por unos
diez minutos.
La
televisión en el salón ocupa el frontal y un sofá, en tiempos de
material, esconde sus rasgados bajo una manta.
Juan
suele irse a las siete a trabajar, mientras Juana lo hace a las diez.
Vuelven sobre las nueve de la noche, cuando ya no quedan ganas, salvo
prepararse la cena.
Las
diferentes cadenas de las casas aledañas compiten con el sonido de
la propia. Como consecuencia se sube más el volumen que recibe
rápida respuesta en las casas vecinas. Imposible hablar y menos
tener la fase de relajación.
Los
sonidos pierden su valor y se va desarrollando una sordera en la
pareja, las conversaciones se hacen a gritos mientras el teléfono
comienza a vibrar en la mesa baja.
La
maceta que quedaba en el mural del salón perdió su fotosíntesis
hace tiempo, como un esqueleto embalsamado preside sobre una
estantería. Olvidada de sonidos o tal vez de agua..
Perdieron
su compañía hace tiempo para comprar dos camas separadas y no
sentir las vueltas del compañero.
Hoy
no ha sido un buen día y la discusión de los vecinos ha subido de
tono y de desesperación. Juan se levanta para aporrear la puerta. El
vecino abre con gesto violento y trata de agredir al pesado de Juan.
El descansillo se convierte en ring de boxeo, con único objetivo:
destruir al rival. Pero el patetismo hace su aparición, dejaron su
juventud hace años.