Juan
y Ana iniciaron su viaje turístico a las playas del caribe Mejicano.
Los comentarios de amigos y reportajes de televisión les inclinaron
a elegir ese destino. No encontraron muchas ofertas por elegir el mes
de agosto que confluye con el de la mayoría de personas. Hicieron el
esfuerzo de juntar el dinero suficiente para afrontar los gastos y
poco más. Con el aterrizaje del avión realizaron los tramites
aduaneros y buscaron en la salida al autobús que les llevara al
recinto turístico. Tuvieron que esperar la llegada de otro avión
para completar a los ocupantes. Repartieron los dos complejos que
alojarían a los viajeros. En primeras filas ocuparon los del primer
destino. Una mujer tomo el micrófono para explicar las maravillas
que se encontrarían y las diferentes excursiones para salir del
corralito que significaba el resort donde fueron alojados. Una vez
descendidos del autocar, recogieron las maletas para hacer los
tramites de inscripción, mientras se repartían cócteles de
bienvenida, primeras conversaciones entre los llegados y entrega de
una pulsera amarilla que quedaba fijada por una grapa ancha,
distinguiendo como clientes del lugar.
Parecía
como si hubieran llegado al paraíso, se les enseño los diversos
restaurantes y las piscinas y diversos chiringuitos donde calmar la
sed o ampliarla de líquidos azucarados. Vuelta a recoger las llaves
y equipaje. Para comenzar la odisea de comer y beber en un entorno
cerrado y alejado del pueblo cercano. Un autobús, dos veces por la
mañana y otras dos por la tarde, acercara a un pueblo lleno de
locales para satisfacer las compras de los turistas. Y llevar a las
playas atestadas de los nativos, frente a las solitarias de los
diferentes cadenas de hoteles que ofrecen el destino apetecido por la
publicidad. Juan y Ana corren para ponerse el bañador y sentirse
nuevos.