Juan sale a echar su partida de
cartas, que se produce a la misma hora, con los mismos componentes y en el
mismo bar.
Ya parecen la decoración del
local de siete a nueve, en la última mesa junto a la ventana, se reúnen los
cuatro amigos.
El tono siempre es el mismo, las
sonrisas que esconden mil cosas y el tapete verde que piden a Pepe, el dueño
del bar, que entre vez y cuando, siempre que no haya clientes se acerca a ver
como va yendo las cartas.
El resultado final siempre lleva
a pagar la consumición realizada. Y aunque el juego sea de envite, tienen la
norma de no pasar de ahí.
Entre juego y juego siempre hay
momentos para comentar cualquier cosa que les preocupa o desconocen. Siempre
hay algún espectador que tomara el relevo a cualquiera que tenga que dejar el
juego o no pueda venir. Cosa que no ocurre con casi ninguna frecuencia, pues
para ellos son dos horas casi sagradas de lunes a viernes. El fin de semana se
dedica a la familia y entender que ocurre en ese tiempo que ellos no están, ni
en el trabajo ni en la hora del juego.
Pepe ha cambiado los paños donde
se disputa la batalle de naipes, y es recriminado porque los otros estaban
bien.
Pero surge el problema este año
ha decidido cerrar tres semanas para irse de vacaciones con su familia y
aprovechar para que los pintores den una mano a las paredes y techo. Empiezan a
ver como van a solucionar la falta de espacio de reunión. Pepe teme que vayan a
otro bar y pierda esa clientela adicta a su espacio. Y se llega a plantear si
tomar ese asueto con su familia o dejarlo, como está. Pobre dilema tiene.
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