Todas
las mañanas, sentado en una banqueta plegable, junto a la pared de
unas escaleras, comunicadoras, del metro se sienta con su guitarra y
va desgarrando canciones, con un martilleo de guitarra. Su voz no es
agraciada, pero él canta con una voz rota canciones de su caribe
perdido. Su aspecto desaliñado, no impide que marque los pasos de
los viajeros a su trabajo o quehaceres, temprano. Los ojos de los
transeúntes, están como sus oídos, bastantes cerrados, por ello
ignoran al músico.
Pero
quizás su forma de cantar invite a romper la monotonía que cada uno
lleva, Algunos no han terminado de salir de las sabanas, por el
negarse a empezar de nuevo, arrastran su cansancio mental queriéndolo
recuperar en la cama.
Sus
rastas se mueven acompasando un ritmo difícil de comprender, donde
el sabe porque lo hace y es lo que quiere hacer día a día, la
recaudación nunca el buena pero siempre encuentra quién le eche una
mano en forma de monedas.
Su
forma de cantar es muy mala, pero cada mañana, desde una hora muy
temprano esta ofreciendo su música y su peculiar interpretación,
ofreciendo a los paseantes anónimos, tanto como él.
Comienza
a ser parte de la mañana, cuando no ha podido venir, por enfermedad,
las miradas se fijan en el lugar vació, que ocupa. Algo falta en el
paisaje suburbano, ya no parece lo mismo sin su “don`t woman, don`t
cry” y un repertorio ampliamente aprendido en su peculiar
adaptación.
Sus
ojos no buscan la complicidad pero llegan a fijarse en la mirada de
quien se cruza cada mañana y entonces se produce la bajada de ojos
en señal de saludo mutuo.
Su
nombre no esta en la mente de nadie, pero su imagen se lleva cuando
aparece el tramo que muestra su espacio.
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