El camarero se esfuerza en
fomentar su producto. Puso un restaurante con la ayuda de una amiga y tratan de
ofrecer un producto diferente a lo que ahí alrededor suyo. Ha aprendido nombres
técnicos de los ingredientes y no duda en decirlos siempre que se pregunta por
un aspecto de los componentes. Normalmente la gente que acude sabe menos que lo
que expresa, con lo cual le dan un punto de sabiduría. Aunque alguno le ha
corregido algún aspecto que repite como loro. También refleja que no es versado
en ese tema y menos discutir con un cliente, para no terminar de tirar la toalla
a su favor. Con lo que todo el mundo queda contento y no pasa más de unas
interpretaciones.
El local es pequeño pero acogedor
y unas telas plisadas sustituyen a la frialdad de las pinturas sobre yeso.
Carteles con diferentes frases, adheridas con imperdibles llenan el espacio de
letras, fácilmente sustituibles por otras, en un momento dado.
Apenas nueve mesas ocupan el salón,
con manteles individuales de anea del mismo color que los que están en el techo.
Creando la idea de lo que está arriba esta abajo, teoría tan presentada
siempre.
Las telas también ocultan
desconches, producidos por humedades, de un edificio que llega a los doscientos
años de existencia.
La purpurina ocupa el color que
cubre la anea, material que da al local un toque de distinción frente al color
terroso de las telas. Los papeles en blanco con letra de imprenta negros,
esperan ser cambiados por otros colores más ambientales. Una pequeña barra es
atendida por otro camarero donde ofrece las diferentes tapas ofrecidas en las
horas del aperitivo o en la antesala de las cenas.
El color negro de sus ropajes no esconde
la sonrisa que sacan en cuanto pueden ofrecer.
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