Juan
sigue con su tambor, ahora va a otra zona, quiere seguir
experimentando sobre si, en un mundo social. Donde él aporta el
ritmo y las personas que pasan interactúan o no. Pero siempre se
queda con las que lo hacen.
El
sol, invernal, da una tregua para poder salir de los refugios antes
de desaparecer, busca un banco donde sentarse, desembala su funda,
para comenzar su concierto rítmico. Es una plaza cuadrada frente a
un supermercado. La pequeña explanada es un pequeño anfiteatro.
Nada más iniciar, una mujer joven con una pareja de hijos se para,
mientras los pequeños mueven su cuerpo, la escena es significativa
porque los tres marcan un baile asimétrico. Pero es una atención
para paseantes y más niños reciben la llamada. Uno de ellos se
acerca a Juan y mira los gestos que va haciendo, aun siendo
repetitivos, tan cerca que casi se mete entre el tambor y las manos
golpeantes. Su madre acude en su ayuda y le retira hacía atrás.
Cuando toma un descanso para estirar brazos el pequeño sale del
shock y toma la mano de su progenitora. Desapareciendo de la escena.
Otros van tomando los espacios que han quedado vacíos.
Juan
vuelve a iniciar otro ritmo pero tiene igual llamada, paseantes hacen
un alto para consumir el ritmo marcado, seguido por cabeza, caderas o
manos, dependiendo de las personas.
La
magia de la música llega a todos de alguna manera. Todos saben hacer
un alto en su programación para detenerse en el trance general. En
ese necesario salir del programa establecido y cumplido.
Según,
pasa el tiempo, el público se modifica, los niños van
desapareciendo , otros ocupan el lugar. Echan en falta alguna melodía
conocida, normal en un músico callejero pero reciben, a cambio, unos
sones monótonos creadores de enganche.
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