El
sonido del tambor se hace eco en las personas que pasan cerca, un
poco más lejos es absorbido por el trafico circundante. Un joven se
ha sentado en un banco y a comenzado a acompasar sus manos con
movimientos oscilatorios de cabeza y cuerpo.
El
ritmo de la vida no contacta con el marcado por el compás de las
manos impactando sobre la piel del tambor. La gente pasa con una
mirada furtiva, como mucho.
Juan
se concentra en su música y encontrar esa meditación con su
instrumento. El ritmo hipnótico de la repetición acompasada.
Una
muchacha, paseando a su perro se detiene frente a él, inicia el
movimiento de cabeza a acompasar el ritmo. Como un imán otras
personas detienen su paso y observan, críticos la escena. Movidos
por un impulso, balancean su cuerpo adaptado a la música.
Juan
detiene su ritmo. La atracción se deshace e inician de nuevo su
andar. Alguno espera la reanudación.
Juan
agita sus brazos y vuelve a mover las manos, un nuevo tronar surge.
Nuevas personas se unen al corro formado espontaneo. Nuevos vaivenes
de nuevas personas surgen de forma aleatoria.
Desde
fuera parece como si un nuevo Hamelin hubiera surgido. Juan sigue en
su ritmo monótono y mira a su alrededor. No está pidiendo dinero.
Leyó sobre el efecto del tambor sobre las personas y lo quiso
desarrollar él mismo. No toca una canción sino un ritmo corto y
persistente en el tiempo y en la acción.
Juan
lo ha hecho muchas veces para si mismo pero nunca en la calle ante un
público diverso y heterogéneo.
A
sentido desde la indiferencia, de los que siempre llevan prisa hasta
el compromiso del embutido en su ritmo.
Con
cada descanso hay un aplauso general. Algunos buscan dejar alguna
moneda. No hay lugar.
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