La
salida de Juan del lugar fue rápida. Mirada a todos los sitios, pero
ni siquiera la detonación produjo atención por nadie.
La
vigilancia del sitio conformaba su aparente tranquilidad. Ya había
pasado a la otra orilla. Ahora ya todo da igual.
La
llegada de la policía, alertada por el testigo, fue pronta. Indico
hasta el lugar donde estaba escondida la pistola y el fajo de
recortes de papel. La investigación partía con ventaja. Testigo,
arma. Mucho más que el anonimato que empieza cualquier causa.
En
comisaria no hubo reconocimiento de fotografiás acumuladas en los
archivos informáticos. La colonia de casas bajas no tenía respuesta
de haber sido realizada por un vecino. La fácil comunicación con el
centro de la ciudad a través de la linea de metro, no necesitaba ni
la ayuda de un coche.
Juan
conoce que su aventura debe ser contada, sino nadie le reconocería
nada, y una muerte es una medalla en su honor canalla.
Unas
cervezas y cuenta a sus conocidos su proeza. Uno de ellos le llama a
un lugar apartado y le comentaba lo cuidadoso que debe ser. “Siempre
hay un soplón, que por dinero larga”. Nervioso contestaba: “Tu
crees”. No solo creo sino que lo he vivido en primera persona.
El
nerviosismo de Juan va en aumento, sino lo hubiera dicho, no sería
nadie, ahora gozaría de prestigio y respeto. Pero alguien le podría
traicionar, en realidad se trata de conocidos, no les conoce como si
fueran amigos. Nadie le pediría la pistola para no tener que cargar
con un cadáver, añadido a la fechoría a hacer. Pero Juan conoce
que una pistola da autoridad, por ello debe volver a tenerla. En la
tercera noche quiere recuperarla. Su seguridad ya no está
garantizada. El asesinado puede tener amigos en la zona suya.
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