Los
hombres siempre han querido hacer dibujos, esculturas y hasta
arquitecturas para representar la imagen de Dios.
Una
profunda necesidad de materializar algo que no tiene sustancia para
trasladarlo a nuestro mundo de realidades tangibles. La profunda
necesidad de entender, posiblemente, con el diccionario en la mano,
para poder trasladar a un lenguaje entendible, algunos conceptos
abstractos, como la palabra Dios.
Luego
llegó la apropiación del concepto en forma de imágenes, intentando
imponerlo a los demás para mostrar su superioridad y de paso enseñar
que Dios, está de su lado.
Se
construyeron templos para albergar el lugar donde comunicarse con él.
Como consecuencia de las imposiciones, llegan las muertes, los
tormentos y los sometimientos en nombre de una abstracción.
Impidiendo la libertad de no tener que demostrar a nadie que estás
con él, sin necesidad de luchar por nada ni por nadie, para sentir
el sentimiento de su forma y su agradecimiento en forma de lo único
que contamos en su forma más real: “vida”. Sin necesidad de
enfocarlo en una persona en concreto, pues sino tendría los defectos
de todas las mismas. Se convertiría en uno más. Le podríamos
acusar de hacer oídos sordos a nuestras preguntas e incluso a
nuestras rogativas. Decepcionados perderíamos el concepto abstracto
y romperíamos imágenes como las responsables de nuestras, propias
frustraciones.
En
esa anarquía destructora nos declararíamos, ateos y fácilmente,
pasaríamos al siguiente paso, lo único valido es lo material.
Cambiaríamos una imagen por un billete, unas monedas o una tarjeta
bancaria. Y vuelta a empezar, con la diferencia del cambio de
modelos.
Alguien
dijo que es más fácil cambiar de religión que de alimentación.
Por ello es sencillo cambiar los valores, unos por otros. Solo en los
prolegómenos de la muerte surge el miedo al más allá, pero por
saber que está.
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