Es por la mañana, la hora de ir
al colegio. Ana y su hijo Juan toman el autobús para ir al centro escolar.
Han cogido el transporte con el
tiempo justo, pero según se van aproximando. Juan dice unas palabras con
sentido lagrimoso “yo no quiero ir al cole”. Ana hace como que no lo oye. Pero Juan
repite y repite su frase, como queriendo imponer. Los pasajeros dirigen su
vista hacía la pareja. Y continúan hasta la bajada de ambos. Al descender su
madre se interesa por preguntarle la negativa de esté. Hace pocos días se
inicio la vuelta de los estudiantes. Juan no llega a aceptar el inicio de la
nueva semana y la rutina de los años anteriores.
Su madre sabe que tiene que
dejarle y ella ir a su trabajo de limpieza. Se compadece de él. Y lo toma en
brazos, como queriendo seguir hasta la entrada. De nada valen sus argumentos.
Juan se aferra, con sus brazos, al cuello de Ana. Formando su negativa a una
realidad que se acerca, pero no es la deseada.
Llegan a la puerta del centro y
trata de ponerlo en el suelo, pero Juan se aferra a su seguridad y no quiere
soltarla. Mientras otros compañeros van entrando sin problemas, ellos ya habían
establecido su pulso y lo perdieron.
En ese momento entra su profesora
y se pone a su altura y le habla con palabras tiernas pero con una cadencia que
rompe el ritmo del “yo no quiero”.
Le toma de la mano y se acercan a
la entrada de las clases. Juan no se despide de su madre. Ella tiene una lágrima
en su ojo, por la sensación de dejarle, cuando le estaba pidiendo ayuda.
Ana tiene un sentimiento
encontrado y disimuladamente retira la gota emitida anteriormente.
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