En la parada de autobús siempre
hay tiempo para comentar muchas cosas, desde la tardanza del mismo, hasta
boletines meteorológicos, todos muy bien informados, incluso minuto a minuto,
gracias a la tecnología del teléfono móvil. Pero cuando se ha vencido el miedo
a establecer la primera comunicación entonces ya se puede decir cosas que
necesitan ser contadas, aunque al interlocutor solo asiente con bajar y subir
la cabeza.
Realmente es tan grande la
necesidad de comunicarse que se emplea cualquier situación. Juan y Carlos se
dieron cuenta de ello entonces buscaron un local para convertirlo en centro de
escuchas, como si de un confesionario fuese. Habilitaron dos habitaciones, con
la suficiente luz e insonorización y pusieron un precio razonable de escucha, de
media a una hora, siendo prorrogable sino hay mas comunicantes, ha una pequeña
sala de espera donde muchos aprovechan a hablar y si los oidores tardan mucho
pues ya han hecho su terapia con los otros congregados.
Ambos han cuidado que en el local
se encuentre a gusto la gente que acude. En un cartel a la entrada fijan que
ellos no pueden solucionar nada ellos solo pueden ser el amigo que les escucha,
no les pueden pedir más, ellos ponen su tiempo y su local para hacer una
función de confesionario.
Es una idea nueva, lo cual puede
ser un fracaso o estar llenos. La sorpresa es que desde el primer día comienzan
a tener clientes. Y alguno se convierte en fijo, admiten que no les resuelven
nada, pero que cumplen el papel con el que se han presentado en el barrio y
mucho más barato, que ir al psicólogo o a un echador de cartas.
Ellos no prometen nada, ningún
resultado, nadie les puede exigir que solucionen los problemas de los demás.
Pero cumplen su papel.
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