La salida del avión está
reflejada en las pantallas informativas con la hora de embarque y la situación.
Como un ejército de personas que se ponen en movimiento cada uno dirige los
pasos y su maleta hacía el lugar indicado, para llegar a la cola que facilita
el acceso a la aeronave.
Los ojos de cansancio se repiten,
por la hora a la que se han levantado todos ellos será uno de los primeros
vuelos de la mañana y han tenido que llegar con suficiente tiempo para facturar
y coger las tarjetas de embarque, quien no las traiga de casa, hechas.
Juan no ha dormido bien durante
dos días, por culpa de este viaje de vacaciones, lo cual le acumula cansancio,
mira en las pantallas como cinco veces y lee puerta veintiuno, donde ya hay un
número importante de personas esperando que abran. Los comentarios de la pareja
que están delante sobre cuando lleguemos a Roma, le disparan las alarmas de las
dudas. Está seguro de lo que ha visto pero su destino es Ámsterdam. Se pone
nervioso y pregunta si es la fila para está ciudad, le contestan que no.
El manojo de nervios sale,
empieza a sudar copiosamente va al panel electrónico y efectivamente su puerta
es la veinticinco, comienza a correr sin sentido, en el lugar elegido. Hasta
que encuentra el orden de las puertas, nuevamente corriendo. Al llegar observa
que están cerrando el mismo, les enseña la tarjeta y le dejan pasar. Es el
último viajero, busca su butaca que es fácil encontrar, mientras recibe algún
silbido por su demora, las miradas son inquisitivas es el culpable de salir quince
minutos tarde.
Menos mal, que no ha tenido que
levantar a nadie, pues esta situado en el pasillo. Abrocha el cinturón, no sabe como pasar
desapercibido.
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