Con
la mirada perdida, Juan, da un paseo por el barrio que ocupa desde
hace dos años. Aun tiene que descubrir sitios que no ha pasado. Para
hacer un mapa global, de su entorno.
Como
va cambiando, las tiendas que cierran, endeudadas y frustradas por
tanta ilusión perdida. Buscando el local accesible a su economía,
siempre pensando de ir de menos a mas. Como si la norma del
capitalismo fuera en ese orden. Los pocos sitios de reunión se
llevan a las reuniones de propietarios de perros que eligen hora y
lugar para reunirse y comenzar sus conversaciones sobre las anécdotas
de sus canes.
Los
árboles casi molestan porque pueden caerse y hasta matar a alguna
persona y se ven bajas entre los mismos.
Los
bares de la zona se ven con muchas horas valle, en espera de algún
despistado o del cliente pesado, buscador de refugio que no encuentra
en su casa.
La
linea de autobús pasa por el centro del barrio, aunque lo más
utilizado es el metro que facilita el desplazamiento por la ciudad.
Juan
va anotando en una libreta los cambios que va notando y las
diferentes visiones según la estación meteorológica.
Los
aparcamientos de coches invaden los espacios de arena, no ajardinados
y las noches se llenan de vehículos ante la falta de aparcamientos
de calle. Solo los días muy lluviosos son evitados para no ensuciar
la tapicería o llenar de barro los zapatos brillantes.
Juan
hace su pequeño inventario para ensamblar dentro de la antigua
estructura de sitio de vida, representada por la palabra “barrio”.
Las cosas han cambiado mucho, la comunicación ha disminuido,
aumentando el recelo.
Las
papeleras se llenan de bolsas negras de excrementos, recogidas en
gran parte, salvo las salidas nocturnas con la escusa de: “no se
ve”, excusa perfecta, parece.
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