Juan
es un hombre mayor de setenta. Goza de buena forma física, pero no
reconoce sus mermas corporales. Ninguna persona reconoce su edad,
solo la de los demás.
Juan
también está en ese limbo donde la estructura mental no corresponde
a la corporal. El espejo no es suficiente pues ha ido adaptando a la
imagen reflejada día a día, por tanto ha modificado la
identificación.
Vigoroso
hoy sale a la calle, es temprano y va a comprar el pan, un rito de
cada mañana.
Como
tiene buen fondo, toma la calle de en medio, no hay semáforo ni paso
de peatones. Pero una pequeña carrera le puede sacar de un apuro, no
va a cambiar sus hábitos.
Al
iniciar el cruce observa un coche veloz, aumenta su paso para evitar.
Pero un relieve en la calzada genera un tropiezo con la consecuente
caída. El coche no tiene tiempo de evitar el contacto ni modificar
su trayectoria. El impacto es violento y el cuerpo imaginado tantas
veces, describe una parábola, el choque contra el asfalto produce un
gran dolor solo de verlo. La calle se para y comienza a reunir
personas en torno al herido. La sangre mana y no puede salir grito de
dolor. Se queda larvado. El conductor está asustado y no puede
reprimir las lagrimas. Las llamadas al teléfono de ayuda se producen
en seguida.
El
cuerpo de Juan se encuentra inerte en una extraña postura, nadie
quiere modificar la posición, pero una mujer saca un paquete de
pañuelos de papel y limpia la cara ensangrentada. El corro espera el
desenlace de la llegada de la ambulancia para hacer desaparecer el
cuerpo. Pero una parte de él ha comenzado a abandonar. Ya no habrá
reflejo en el espejo, sus últimas palabras son de la mujer
limpiadora de sangre.
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