Juan descubre su locura e intenta
dar un sentido, como forma, de su carácter personal.
Piensa que él siempre ha sido así,
un poco alocado, pero siempre con su sello de característica personal. No se
reconoce en los actos que obra, pero siente miedo el haber cruzado la línea de
la irracionalidad. Por ello lucha en buscar argumentos para demostrarse lo que
es.
La puerta es tan sublime que
encuentra coincidencias que justifiquen su manera de ser y por ello alardea de
ello para configurar su imagen de cara a los otros.
Esas personas que llevan una
normalidad, aparentemente racional.
Juan pierde la calidad de su
sueño, porque surge la duda, por mucho afanarse para entender la normalidad.
Al final pierde su batalla y
recurre a ayuda médica, como solución a la manera de obrar. El médico le remite
a un especialista mientras le prescribe unos tranquilizantes, pues la cita
llevara más de tres meses.
Las medicinas le convierten en un
estado vegetativo, con resultado de baja laboral. La lógica pierde su prioridad
y se diluye como un sueño perdido.
Juan se aísla, como un animal
enfermo, a penas contesta llamadas de teléfono y menos de ver a amigos o
familiares, su refugio es su casa.
Los síntomas se transforman en
fases de estado adormilado, donde los días pasan como una pesadilla, de la que
no sabe si quiere deshacerse pues su mente ha dejado de tener el control
general.
Llega una carta de cita con su
psiquiatra asignado, será en siete días. No hace falta Juan ha dejado de estar,
un coche se ha ocupado de trasladarlo a otra forma de vida.
Queda su existencia como una
noticia en las paginas de sucesos y en la mente de su familia y conocidos, como
Juan “el loco”, como tantos otros.
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