Juan es un auténtico perdedor,
todo lo que emprende le sale mal. Los trabajos suelen durarle poco tiempo, pero
consigue encontrar otro.
Sus relaciones sentimentales
tienen el mismo camino, igual que su desigualdad de familia, donde le empezaron
a llamar gafé.
Todo le hace confirmar su estado
actual, cambios de domicilio ha tenido unos cuantos, lo cual le lleva a una
desubicación.
Hoy volviendo de su empleo
actual, camarero, se encuentra con un compañero de clase, del colegio. Hablan
mucho tiempo y toman unas cervezas. Al salir una administración de lotería,
Juan le dice si juegan a la lotería a medias. A su amigo le viene a la cabeza
su fama perdedora y le dice que no juega a juegos de azar. Se despiden y Juan
siente que debe jugar a la misma.
Entrega el boleto con las
casillas marcadas y paga el importe solicitado. Total no es mucho lo que puede
perder, así piensa. Guarda el justificante en su cartera y sale con el
sentimiento de haber perdido unas monedas, pues hasta su amigo había renunciado
a jugar con él. Pero un sentimiento de éxito se despierta donde siempre ha
existido el desierto, donde el aire caluroso ha secado cualquier planta que se
ha plantado, llegando a secar al ser vivo, trasplantado.
El sorteo es al día siguiente,
una emoción aparece en su mente. Las horas van pasando hasta las diez del
sábado y como nunca, conecta con la información que informa los resultados del
mismo.
A penas ha comido. Esta con una
idea en su cabeza, los resultados que coincidan con los que él señalo.
Llega la hora del sorteo, una llamada telefónica distrae su atención. Al
terminar la misma, escucha que un único acertante se lleva una cifra mayúscula de
dinero. Dan el resultado. Es el suyo.
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