Tomasa
es una mujer de ochenta y tantos, es una viejecita, entrañable,
encorbada siempre ayudada de su bastón inseparable salvador de caer
una y otra vez. Sus ojos se ocultan en unas gafas gruesas. Su mirada
surge por encima de las gafas, como queriendo descubrir lo que la
miopía le evita. Hoy ha salido a comprar su barra de pan, es una
tarea que la hace caminar un poco y la saca de casa durante quince
minutos. Su vestido multicolor indica su procedencia y una bolsa de
algodón completan su vestimenta, su sonrisa aparece con normalidad,
luego vendrá la furgoneta que la lleva a un centro de mayores donde
pasara el resto del día hasta las cinco que la regresan a su
domicilio. Hora en que elabora una sencilla cena que su hija deja
medio preparada en el frigorífico. Recibe la visita de su vecina
Luisa y de su amiga Ana a las seis. Entre las tres comienzan su
tertulia y su juego de cartas, siempre con trampas, por medio, para
llenar de sonrisas la velada, hasta las ocho de la tarde, donde
regresan a sus casas. Lo hacen en casa de Tomasa por ser la más
mayor. Pero siguen soñando con salir de vacaciones como si el tiempo
no hubiera pasado factura a sus articulaciones. Siguen soñando con
pasear por la orilla de la playa y hasta adentrar en el mar. Tomasa
descubre que su bastón no es submarino y flotaría. Lo que genera
nuevas sonrisas.
Sobre
las nueve tiene las llamadas de control de sus hijas. Donde
intercambian actividades y locuras. Tras la cena un poco de
televisión que ayuda a nublar la vista e indica el camino a su cama.
Una infusión caliente habrá llenado de calor la soledad que tiene
llegado a este punto, hasta mañana.
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