Juan
llevaba siempre un abrigo con muchos bolsillos interiores, era una
especie de maleta ambulante, con lo que soportaba un peso extra,
apenas bailaba con el vaivén del movimiento natural al andar, como
una losa permanecía vertical.
En
un vagón del metro sufrió un intento de robo, pero el ratero
ignoraba cual era el sitio a saquear, había tantos que era difícil
decidirse.
Cuando
llegaba a cualquier sitio, lo primero era desprenderse de su pesadez.
Cualquier
cosa se hallaba en su interior. La necesidad de que todo podría ser
útil en cualquier momento, le llevó a añadir una bolsa que sumaba
más peso, sus paseos se hicieron menos frecuentes.
Pero
el día soleado de un día invernal le llevo hasta un parque,
enfrente había un colegio. Un niño comenzó a toser busco en uno de
sus bolsillos, concretamente y extrajo un caramelo. El pequeño dio
las gracias, abrió el papel y chupo el dulce, en pocos segundos la
tos desapareció. Pero el conjunto de madres vio la escena y
surgieron comentarios sobre que hacía ese personaje dando caramelos
a los niños, las alarmas saltaron. Una de las madres llamó a la
policía para informar que un extraño hombre daba caramelos a los
niños. El mito de los caramelos con droga salio a la palestra.
En
unos segundos un coche patrulla llego, las madres señalaban al
hombre que se iba. Bloquearon su paso, pidieron su identificación.
Al comenzar el cacheo, no sabían por donde empezar, el capo del
coche se fue llenando de las más diversas cosas. Del último
bolsillo sacaron los malditos caramelos mentolados. Las acusadoras
fueron hacía el vehículo, observaban con preocupación tantos
objetos sacados. De la bolsa sacaron un bocadillo de sardinas en
aceite. No sabían como seguir, pidieron que si querían formular una
denuncia era el momento.
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