Juan
avanzaba en su coche hasta una aldea de las denominadas malditas. Sus
antepasados sufrieron persecuciones nunca aclaradas. Pero a pesar de
contar un entorno maravilloso nadie se ha atrevido a vivir o invertir
en esta comarca.
De
hacho el asfalto termina un kilómetro antes de llegar a estas siete
casas. Luego baches, casi siempre llenos de agua. Lo que dota de una
exuberante vegetación. La aldea se encuentra a los pies de una
montaña, tan abrupta como desconocida, bajo una pared vertical se
recogen las casas, por el otro lado un profundo rio que figuran como
vallas de aislamiento.
Al
llegar se encuentra un lugar sin vida, no hay gente fuera, ni humo en
las chimeneas, ningún coche, solo el movimiento de las gallinas en
un pequeño corral y unas huertas con plásticos, intentan alargar
los tiempos de cosecha. El camino rodea la montaña y se mete en una
espesura de un bosque de hayas centenarias.
Juan
se cuestiona si ha tenido sentido haber hecho tantos kilómetros para
no encontrar a nadie.
El
ruido del motor había sido motivo de alarma para esconderse dentro
de las casas o los recovecos entre las rocas, decenas de ojos siguen
los movimientos del extranjero. Juan golpea con los nudillos una de
las puertas, pero no recibe respuesta, lo intenta en la siguiente
casa y la respuesta es la misma. Tras la llamada a la última casa,
vuelve sus pasos hacía el coche y va al próximo pueblo para ir al
bar e informarse sobre la aldea maldita, le responden que nadie va
allí nunca, es un lugar en que los habitantes son esquivos y ni
siquiera compran nada, suelen ir en una furgoneta por alimentos a una
ciudad más grande, tres pueblos atrás, pero nadie sabe nada de
ellos. Son una incógnita.
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