Junto
al banco del parque, Juan, el pequeño mueve su pierna hacía delante
y atrás, sin principio ni fin. Por fin mira hacía el tobogán y
elige ir allí. Las cortas escaleras y el descenso le hace volver al
mismo lugar. Nuevo movimiento de pierna y nuevo apoyo de su mano en
el respaldo del banco, no parece tener fin. Su abuelo lee un libro a
la vez que observa los inquietos movimientos de su nieto. Otro niño
aparece con un balón, directo va a pedir jugar con él. Más con el
balón que con el dueño. Jaime acepta y llegan un acuerdo para hacer
unas porterías unos palos y unas pequeñas montañas de arena
sirven para la construcción de la portería.
El
año y ser dueño de la pelota le dotan de autoridad sobre el recién
conocido. Las carreras y la reconstrucción de las porterías en cada
envite, les lleva una gran parte del tiempo. El abuelo observa la
suerte de desfogue del nieto. Hará comer mejor y dejara echar un
sueño tras la comida. El televisor con la serie favorita obraran el
resto.
Antes
de regresar tendrán que lavar los raspones con la sangre compactada
en el polvo y arena. Sus piernas parecen un mapa de heridas,
cicatrizadas y con costras.
Mientras
prepara la comida le pide que lea el libro recomendado en su curso,
algo que le suponga un esfuerzo interpretativo y no mascado como
puede ser ver un programa de televisión.
Juan
siempre se revuelve, pero acaba de descubrir los secretos que
encierran las letras combinadas, el mundo oculto a ideas que no
tenía. Es el momento en que sus piernas y brazos dejan de tener vida
propia. La concentración ha creado el milagro que vence al
aburrimiento. Cada dato nuevo lo incorpora como una victoria.
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