Por fin, caen las gotas de agua
deseadas, tras un verano tórrido y seco. Los comentarios siempre son los
mismos, si cae agua porque se precipita, sino es motivo de suplica, incluso se
plantea sacar al santo de turno para que lleguen sus prerrogativas al ser
superior.
El agua trata de arrastrar el
polvo y las basuras acumuladas, para al final de la bajada hacer una pequeña
barrera que evita recoger el agua vertida en las calles. El ronroneo de los relámpagos
se convierte en una novedad, casi olvidada y las carreras por no mojarse también
son reflejo del estilo atlético que cada persona muestra en su forma de
acelerarse. Los calores se aplacan aunque sean de momento pero ya es preludio
de la nueva estación, recogedora de tonos marrones y amarillos, pendiente de
llegar.
Estación anunciadora de
depresiones, de introspección, de volver la mirada hacía uno mismo, dejando de
lado la vista hacía lo y los demás.
Acumulando cosas en el armario es
necesario volver a dar un repaso a todo lo recogido. En función del futuro.
La razón de la vida aparece como
una cosa extraordinaria, que realmente lo es, pero mostrada como una cosa anecdótica.
Mientras las gotas corren por la
cara como si de una ducha se tratase.
El suelo tardara poco en evaporar
los charcos, como si una sed voraz existiera en la tierra. Las plantas se
afanaran en recoger la mayor parte de gotas y la espera de un nuevo aluvión de
las mismas, para calmar esa garganta que se había transformado en un estropajo,
donde difícilmente surgen las palabras y se produce una normal deglución de
alimentos.
Esperando la llegada de los
nuevos brotes verdes y la floración generalizada de plantas y árboles.
Como esperando la fuerza del sol
en días de invierno.
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