La
pandemia, sigue sumando cadáveres, la confinación sigue sin día de
termino. Todo crea una una incertidumbre en la cara, a pesar de las
mascarillas. Juan salió al supermercado para abastecerse, al
cruzarse con otras personas, tienden a aumentar la distancia de
seguridad, nadie habla, salvo el teléfono de alguien que esta en la
cola de acceso.
Los
ojos vidriosos de Juan esperan la compresión de alguien, pero el
silencio de las calles es la respuesta. La lista es corta y clara
para estar el menor tiempo posible en ese espacio cerrado. La cajera
dice el importe de la compra y fin del dialogo. Juan se despide y un
hasta luego da por terminado este trabajo.
Juan
salé, la cola va aumentando. Hoy dará la vuelta al edificio para
hacer más metros y sus piernas no cejen en un reposo muy prolongado.
La
naturaleza brota en cualquier lugar, los arboles se llenan de las
primeras hojas que recibirán los rayos de sol.
El
paseo de los perros, razón de muchas personas para aumentar sus
pasos, reducidos a los producidos en los pequeños pisos.
Al
llegar tomá las escaleras para ejercitar sus oxidadas rodillas. El
teléfono fijó, inicia su sonido. Del titubeo a la prontitud. Le
llaman del hospital, sus ojos vuelven a cristalizar. Su mujer ha
fallecido pero no puede verla, la enviaran a un deposito y allí se
pondrán en contacto con él. Como puede se despide.
Vuelve
por las bolsas de la entrada y coloca los productos en su sitio.
Total da igual, hoy no tiene hambre. Llama a sus hijos para dar la
noticia, pero la impotencia de no verlos, de no estar con ellos. Con
el puño cerrado golpea la vida del comedor, derruido cae en el sofá.
“Maldito
aislamiento” son las palabras que salen.
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