Juan vive solo. Le gustan los
animales. Por ello elige adoptar un perro. No quiere uno muy grande, pues su
piso es pequeño.
El primer paso, es ir a una
asociación donde dan perros en adopción. Un grupo de voluntarios gestionan el
mantenimiento del recinto y del mantenimiento. Muchas ilusiones y ganas de dar
un poco de cariño a estos animales abandonados o recuperados de situaciones
embarazosas. Todos ellos tienen un pasado común: falta de cariño.
Por la cabeza de Juan pasaron
muchas cosas pero pesaba más la que tienen estos perros. Él le ocurre lo mismo.
Pero de dos soledades no surge
una compañía. Aparecen dos aislamientos. Sabiendo esto, emprende la adopción.
El recinto esta lleno de ladridos
y saltos buscando a la persona nueva que aparece, como intuyendo que puede ser
el que les libere de esa estancia. Saltan buscando la caricia pero en sus ojos
una mirada de tristeza.
Juan sabe que solo lo podrá hacer
con uno y de un tamaño reducido. Su apartamento no da para más.
No tarde en elegir a un perro de
pelaje gris corto. Abona un dinero para el mantenimiento del lugar y compra una
correa y un collar en el mismo sitio.
Van hacía su coche y le pone en
la parte delantera. Están nerviosos y tras unos quinientos metros comienza a
vomitar. Aparca y con la ayuda de unos papeles limpia el desaguisado. Visiblemente
contrariado le regaña, aunque su automóvil ya cuenta con veinte años. Agacha su
cabeza como modo de disculpa pero Juan no lo sabe ver. Siguen el camino y elige
un nombre: le llamara “Brasas”. Extraño pero divertido, aun no le ha oído
ladrar, buen síntoma. Pero en su cabeza surge la duda si habrá sido buena
elección. Nuevos vómitos y la posibilidad de devolverlo, surge.
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